Abramoff, Ernesto
ETNOCIDIO. GENOCIDIO.
IDENTIDAD DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS
El tema
central de estudio de la psicología o de la biología es la identidad del
sujeto, lo que distingue a un sujeto de otro, aquellas características
distintivas que hacen posible dar cuenta de un individuo como un fenómeno único
e irrepetible.
En cambio, en antropología se
plantea el problema de la identidad grupal. ¿Cómo se debe definir la identidad
de un grupo social? ¿Cuáles son los elementos que permiten determinar la presencia
de un sujeto social homogéneo que supere las diferencias individuales de sus
miembros?
Este tema ha adquirido, desde la
década del ‘70 en adelante, gran relevancia. El concepto de identidad fue
tratado de diversas maneras por diferentes autores. Este tratamiento se dio en
dos enfoques principales:
a) Hacia el
interior del grupo social, es decir, la identidad explicando la cohesión
interna del grupo. El estudio del conjunto de elementos culturales que explican
la homogeneidad del grupo. La investigación de los elementos que hacen que, si
un individuo se comporta de una manera, los demás miembros del grupo lo
reconozcan como uno de ellos.
b) Hacia el
exterior, es decir, la identidad concebida como el conjunto de elementos
culturales distintivos para los que no pertenecen al grupo. La identidad como
producto del contacto con otros grupos. Para esta concepción de identidad el
acento está puesto en la relación.
Dentro del primer grupo se puede
citar a Talcott Parsons, uno de los principales exponentes de la escuela
funcionalista norteamericana. Parsons afirma que un grupo, que es considerado
como tal que tiene una identidad determinada, es aquel “...cuyos miembros
tienen, tanto respecto a su propia apreciación como a la de los no miembros,
una identidad distintiva arraigada en algún tipo de sentido distintivo de su
propia historia”.
Dentro del segundo grupo, se puede
citar a Dominique Schnapper, que sostiene que “...toda cultura, lejos de ser un
hecho dado, es el resultado de constantes negociaciones con el mundo exterior,
negociaciones a través de las cuales se afirma, como horizonte, una identidad
que sólo cabe definir como una creación continua”.
Estas explicaciones giran alrededor
de un tema que resulta fundamental incorporar al abordar la problemática de la
identidad grupal: el tema de la diferencia.
A comienzo de los ‘70, con la
aparición del trabajo del antropólogo noruego Fredrik Barth, en 1976, se
modificó el eje de la discusión sobre la identidad étnica, hasta entonces
centrada en la descripción del patrimonio cultural, en indicadores biológicos o
en criterios lingüísticos. Barth, en cambio, plantea la identidad en términos
relacionales.
Barth dice: “...la investigación
empírica de los límites étnicos evidencia dos descubrimientos:
a) los límites
étnicos persisten a pesar del tránsito personal a través de ellos;
b) en un
sistema social la interacción no conduce a la desaparición del sistema; las
diferencias pueden persistir a pesar del contacto interétnico y de la
interdependencia”.
De ello se desprende que la
identidad de un grupo étnico es independiente de los individuos que la
componen; y que las diferencias persisten, aun cuando por contactos o
intercambios culturales se modifica el patrimonio cultural de un grupo.
Según Barth, lo que define la
identidad es la autodescripción y la adscripción por otros. Es decir, lo que yo
creo que soy y lo que los demás creen que yo soy. Esta idea de Barth pone el
eje en lo relacional.
En la misma época que Barth, el
antropólogo brasileño Darcy Ribeiro explica en su obra “Las fronteras indígenas
de la civilización” que lo que era opinión casi unánime de antropólogos e
historiadores no se pudo comprobar. Esto es, que la confrontación de una etnia
nacional en expansión y múltiples etnias tribales con la cual ella se enfrenta
en su camino, iba a terminar con la desaparición de estas últimas en su
absorción por la sociedad nacional, bajo una aculturación progresiva. Por el
contrario, la investigación de Ribeiro demostró que los grupos indígenas no fueron
asimilados a la sociedad nacional como parte indiscernible de ella. Los que
sobrevivieron “siguen siendo indígenas: no ya en sus hábitos y costumbres, sino
en la autoidentificación como pueblos distintos del brasileño y víctimas de su
opresión”.
Los grupos indígenas que recorrieron
todo el camino de la aculturación, cuyas peculiaridades culturales se alteraron
y uniformaron hasta el punto de no ser ya diferentes de las otras, a pesar de
eso, permanecen indios. De manera que la aculturación no desembocó en una
asimilación.
Aun proviniendo de concepciones
teóricas diferentes, Darcy Ribeiro y Fredrik Barth llegan a conclusión
semejantes. Los grupos étnicos pueden sufrir una transformación tan profunda
que afecte a sus costumbres, sus creencias e inclusive su lengua; y a pesar de
ello, permanecen indígenas. Lo que define su ser indígena, no está determinado
por datos objetivos, como su cultura, sino por representaciones recíproca y por
lealtades morales.
Según Guillermo Bonfil Batalla, el
camino iniciado por Barth es el correcto, pero si buen supera las limitaciones
del objetivismo culturalista, cae en el extremo opuesto, en el que se
privilegian los factores subjetivos.
La esencia de la identidad étnica es
su carácter contrastivo. La identidad étnica entendida como relación demanda la
puesta en escena de un “otro”. Todo encuentro interétnico pone en juego la
manifestación de los límites étnicos; el “otro” es en quien se encarna lo
diferente. Que otro grupo se manifieste implica una recomposición de la propia
identidad. A distintos “otros”, diferentes “nosotros”.
Según Guillermo Bonfil Batalla: “De
una sola vez, al mismo tiempo, todos los habitantes del mundo americano
precolonial entran en la historia europea ocupando un mismo sitio y designados
con un mismo término: nace el indio, y su gran madre y comadrona es el dominio
colonial”.
Por otra parte, según Julien Freund:
“Cuando el mundo se universaliza surge el término Europa, que es hija del
descubrimiento y la conquista. Aparece ante sus ojos América, África, la India y la China. Haber
conquistado el mundo entero forma parte de la definición conceptual de Europa;
un medio de identidad frente al “otro”, frente al “no - europeo”.
Este modo dicotómico marca la
necesidad de poner afuera y como antípoda todo lo que no es igual a mí y al
hacerlo me reconozco a través de él, requiero de él para alcanzar mi plenitud.
El etnocentrismo implica una
valoración positiva del propio grupo, del en-grupo, y por oposición una
valoración negativa del afuera, el exogrupo. El en - grupo se reconoce como tal
a partir de la diferencia con el otro.
Las expresiones del etnocentrismo
dan lugar, en el plano de los conflictos interétnicos, al etnocidio y al
genocidio. La lección de la historia nos enseña (una lección nunca aprendida)
que los grupos no dominan u hostilizan a otros por ser diferentes, sino que, al
contrario, los connotan como diferentes para hacerlos enemigos.
Lo diferente y desconocido atrae y
atemoriza, por eso es preciso dominarlo, para vencerlo y sojuzgarlo, por el
sólo hecho de ser diferente, lo que exige convertirlo en un igual a mí.
Es de esta idea de donde surge el
concepto de etnocidio. Es la anulación de la diferencia. Es querer hacer del
“otro” un igual a mí. El pensamiento etnocida funciona así: hacer del indio,
del negro, del gitano, del asiático, un otro de sí, transformarlo en un indio
civilizado, en un gitano sedentario, en un negro cristianizado, en un asiático
occidentalizado, etc. Negar la diferencia, ignorando su identidad, es la clave
para ponerlo mejor a mi servicio, cuando esto no es posible, debo suprimirlo
físicamente.
En el pensamiento argentino hay
muchos ejemplos basados en el principio de reducir lo diferente. El modelo de
la “Generación del 80”
planteaba la unidad política, aun al costo de aniquilar a los sectores más
refractarios al nuevo orden emergente (por ejemplo, los indios).
La intención deliberada de Alberdi
era provocar un transplante cultural. Rechazaba la tradición hispánica, que
según él impedía el cambio y la innovación. Optaba, en cambio, por el modelo de
los países europeos de tradición anglosajona, a los efectos de edificar una
sociedad industrial que liberara al hombre de la servidumbre de la naturaleza.
Para Alberdi y para Sarmiento el mal
que aquejaba a nuestro país era, además de la tradición hispánica, la llanura
vacía del desierto. La ciudad, en cambio, representa el progreso, la libertad,
la civilización; el campo es antisocial, representa la anarquía, la ignorancia, la barbarie.
En el pensamiento de Sarmiento,
estas dos posiciones antitéticas, civilización - barbarie, no conocen una
síntesis superadora. Una debe terminar con la otra. En su obra “Facundo”,
Sarmiento dice que de lo que se trata es de “ser o no ser salvajes”. Si la
eliminación es imposible sólo queda el exterminio.
Esta eliminación étnica tuvo un
fundamento biologicista en la obra de juventud de José Ingenieros, “Sociología
argentina”. Según este autor, la superioridad étnica del blanco es un hecho
indiscutible. El sometimiento de las razas de color nos e basa, para el autor,
en su inferior desarrollo técnico o en un sometimiento de tipo económico. No es
el sistema colonialista quien los aniquila, sino la lucha por la vida. Sostiene
Ingenieros, “El indio no es asimilable a la civilización blanca, no resiste
nuestras enfermedades, no asimila nuestra cultura, no tiene suficiente
resistencia orgánica para trabajar en competencia con el obrero blanco; la
lucha por la vida lo exterminará”.
En su obra “Genealogía del Racismo”,
Michel Foucault explica el racismo a partir del sistema de “biopoder” que se
erige en la modernidad, como una tecnología de control de cuerpos, poblaciones
y sociedades. La jerarquía de las especies en el árbol común de la evolución,
la lucha por la vida entre las especies, la selección que elimina a los más
aptos, fueron conceptos apropiados por el discurso político para pensar la
colonización, las guerras, la eliminación de los diferentes.
Julien
Freund, en su obra “El fin del Renacimiento”, desde una perspectiva diferente,
afirma que nos hallamos en presencia del fin de la civilización europea. Según
este autor, la decadencia sobrevino rápidamente hacia el año 1960; en dos
décadas Europa abandonó todas las tierras que había tardado siglos en
conquistar. La causa de ello sería la pérdida de audacia y la falta de
vitalidad de los europeos, atrapados en un falso bienestar. Según Freund, la
consecuencia de este cambio será el renacimiento de luchas internas y
conflictos étnicos y culturales que desgarren Europa; con lo cual, al igual que
sucedió con el antiguo Imperio Romano, sería fácil presa de aquellos a quienes
antes había sometido.
La problemática del “otro” es
también nuestra problemática contemporánea.
Un encuentro entre culturas que sea
comunicación y no dominio-conquista, parecería requerir de un diálogo creativo,
que posibilite reconstruir los lazos sociales a partir del reconocimiento de la
diferencia, esto es, del pluralismo y identidades múltiples. Sólo así será
viable una sociedad justa. Porque la justicia es el modo concreto en que una
sociedad asume la cuestión del “otro” y redefine el sentido de la diferencia.
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